Con la tentación de saborear una deliciosa hamburguesa, de buena textura y con el diseño suficiente como para que su aspecto sea el de haber sido levantada recién de una barbacoa, acompañada de vegetales y frutos como un delicioso tomate que marida en combinación vulgar con un queso cheddar, abrí el congelador de puertas transparentes del supermecado para comprar una caja de hamburguesas congeladas. Un día, solo un día, leí rápidamente los textos impresos en tamaños muy pequeños que explican con datos e información lo que en una fotografía o una ilustración impresa en la colorida caja se veía como el más apetecible de los alimentos. Mi recuerdo por el sabor de esa fotografía era irresistiblemente placentero. Mi interpretación sobre lo que leía no se parecía a nada placentero. Recordaba sabores asados, humeantes, el contenido graso chirriante de cualquier trozo de carne vacuna correctamente cocido. Leía, en cambio, soja, emulsionantes, estabilizantes, y diversas letras en mayúscula acompañadas por números.
Comprendí luego de leer las pequeñísimas letras de muchos otros productos que los fabricantes habían logrado que los consumidores seamos protagonistas de una revolución de la que nunca fuimos parte. Una revolución de dimensiones gigantescas que permaneció invisible. Una revolución que cambió toda la dieta de Occidente, sin que nos diéramos cuenta mientras lo experimentábamos. La revolución consiste, en última instancia, en lograr divorciar nuestras experiencias y sensaciones del objeto que las produce. Consiste en mantener nuestras sensaciones estables o mejoradas (incluso exageradas) mientras la composición de lo que consumimos cambiaba.
La caja de hamburguesas que no contenía carne vacuna sino soja, aunque tenía el sabor de la carne vacuna, es un castillo de Disney donde nunca vivirá una princesa, es un playback donde el cantante solo hace mímica, bijouterie de plástico que resulta atractiva solo en las fotografías lejanas de mala calidad.
El asesinato de la realidad ya es algo que Baudrillard había planteado, no sin involucrar de alguna manera a la tecnología, como Sarlo lo ha hecho al explicar cómo funciona la simulación en ciertos lugares públicos como los shoppings. Acaso Auge también haya realizado un gran aporte cuando propuso el concepto de los no-lugares. Pero el tema no puede agotarse en ellos, de hecho los mercados han cambiado mucho en relación a la simulación: un alimento que hace décadas tenía muy poca diversidad en sus versiones porque el modo de procesarlo no difería sustancialmente entre distintos fabricantes dio lugar a mercados consumidores que en algunos casos son tradicionales y centenarios o milenarios. En los alimentos, en el consumo de tabaco, como en tantos otros productos los mercados fueron encontrando sin saberlo, o sin percibirlo siquiera, sustitutos simulados de los productos que conocían, y que en principio deberían ser más baratos porque sus procesos de fabricación lo eran según la promesa de la industrialización. Esos sustitutos fueron orientados hacia un mercado, pero los originales (los nobles, por llamarlos de algún modo) encontraron otro mercado para aquellos pocos que percibían este cambio creándose, convenientemente, el mercado premium elevando los precios por sobre los simulados. Los consumidores, entonces, encuentran hoy productos simulados en el lugar que antes ocupaban los nobles, que han pasado a ocupar un lugar premium. Fuimos engañados.
Caminamos sobre pisos que se asemejan a piedras, pero que no lo son; ingerimos papas fritas con sabor a jamón, cuando jamás hubo un jamón cerca de esas papas; levantamos muros que parecen sólidos, pero que son huecos; compramos muebles que parecen ser de madera, pero son deshechos conformados por aglutinantes forrados con superficies símil madera; asemejamos maderas malas a maderas nobles con recubrimientos plásticos y aislantes sintéticos; iluminamos oficinas con lámparas que buscan asemejar la luz del día en espacios oscuros; nos ejercitamos en lugares cerrados para compensar la falta de ejercitación; algunos creen que todos los frutos crecen todo el año; cadenas de café o pizza&pasta simulando italianidad; simulamos embarazos para poder implantar embriones; o se crea la expectativa de tener sexo en forma virtual.
Hay grandes superficies de tierra sobre las que diseñan barrios residenciales que asemejan estar emplazados en otras geografías: en el Río de la Plata como si estuvieran en el Caribe. Ciudades pretensiosas y centro del más vulgar de los derroches asemejando un vergel donde hay un desierto como en Dubai. Pasamos de quemar leños, y a reemplazar ese insumo por gas, hasta que la electricidad permitió que nos quedemos solo con la propiedad material del calor. Bebemos aguas con sabor mientras nos convencen que son aguas y no las mismas aguas con sabor inventadas hace décadas bajo el genérico “gaseosa”. Creemos en flanes y chocolates de “cero calorías”, como si se pudiera quitar el huevo o el azúcar de una receta noble, original.
La clásica cuestión de separar el consumo y el uso de los productos y servicios del modo en el que están hechos y diseñados es, nuevamente, el mejor modo de continuar esta revolución que nos necesita y nos involucra en la oscuridad. La estrategia de hacer parecer “algo” a “algo noble” es la mejor de todas, y también podremos consumirlo aun sabiendo que no es noble. Pero no importa: lo tenemos de todos modos, dentro de la cultura industrial ganamos nuestro espacio de consumo. Porque el valor de lo noble ha desaparecido, y porque no nos importa que nos estén engañando. Los publicistas han sabido encontrar la forma para que todos firmen ese contrato.
El jamón y la TV
Para un niño el chocolate suele identificarse con algo que no es chocolate, sino un “algo” con “sabor a chocolate” tal como podría verificarse en cualquier drugstore, siempre que hagamos el esfuerzo por leer las pequeñas palabras disociadas de las imágenes del producto. Para un adulto la situación no es diferente cuando consume un “alimento en base a miel” pero que no es miel. Como ejemplo basta el jamón y la TV. Para los que no somos vegetarianos o veganos y vivimos en el sur del sur de América, el consumo de carnes es muy común, incluso bajo formas ancestrales heredadas de modos de conservación como el de la cocción (el jamón cocido o York) o la posibilidad de salarla y secarla. Sin embargo, queda poco de estas formas (salvo para los productos premium) ya que el proceso de conservación no se inicia con un trozo de carne sino con trozos pequeños de deshecho aglutinados en masas gelatinosas que se moldean para un packaging simulador. Por supuesto, si el contenido de carnes es bajo es necesaro aumentar el sabor de manera que parezca que es realmente un trozo de carne, para lo que se inyecta sabor a partir de otros elementos que parecen, pero que tampoco son. De alguna forma es una manifestación de hiperrealidad, dado que lo que es no tendría ese sabor que se potencia para que lo parezca.
La evolución de la TV no ha seguido un camino muy distinto, y en el campo de sonido tampoco. De una primera época de asombro por la posibilidad de obtener imágenes remotas, y en el sonido la posibilidad de registro, se pasó a un período de alta fidelidad: se buscaba que la imagen y el sonido se parezcan todo lo posible a las reales. Décadas de equipos de sonido y pantallas que buscaban que el sonido se parezca al de una orquesta, como se buscaba que las imágenes se parecieran a personas y paisajes reales. Mientras tanto las vanguardias y los artistas experimentales también sacaron gran provecho de la electrónica asociada a la imagen y al sonido, pero esa es otra cuestión, por demás noble. El desarrollo de la imagen nos enfrenta hoy a imágenes y sonidos con “anabólicos”, exagerados en todo sentido, desde la saturación del color hasta una definición que nuestros ojos humanos no son capaces de percibir, salvo que se las procese para que lo hagan. Así, el 4K nos inunda de imágenes ficticias e irreales de eventos reales, como un partido de fútbol o un concierto. Experimentamos en un sofá un espectáculo que se parece cada vez menos a la experiencia física, in situ. Ver un partido de fútbol en 4K dista enormemente de verlo en la tribuna: hay decenas de cámaras e información adicional, además de comunicadores deportivos cuasigurúes que interpretan estadísticas y desarrollan argumentos complejos sobre el desarrollo de un juego, no dejando de lado otros aspectos de los protagonistas del campo de juego, sus rivales, sus mujeres, y sus fiestas.
Nadie podría intentar argumentar que hay algún parecido tecnológico entre un jamón y una TV LED 4K. Sin embargo coinciden en que ambos tienen aspectos simuladores. Por supuesto que es más sencillo convencer a un consumidor de las bondades del 4K que del jamón simulado. Lo que se oculta en el jamón se presenta como valioso para el 4K: el cambio y la revolución tecnológica.
En este punto cabe la pregunta de cuál de las dos situaciones resultaría más engañosa para un consumidor. En el jamón el ocultamiento es clave: nadie querría comprar un jamón si el propio fabricante dice que no lo es, por lo tanto debe asemejarlo al máximo para que el consumidor al menos acepte ser engañado, y profundizar el divorcio entre nuestra experiencia y su producción. En el consumo de los productos electrónicos, en cambio, está aceptado el engaño: todo consumidor sabe que en poco tiempo lo que pagó como algo valioso se convertirá en algo poco valioso, poco deseable, e incluso vergonzoso.
Aceptamos ser engañados en algunos productos, y en otros simplemente ignoramos que estamos siendo engañados. La explotación de nuestra ignorancia es, tal vez, la zona más oscura del mercado.
La época de la mentira
Si hay engaño, hay mentira. Quien miente sabe que miente. Pero, ¿por qué miente?. Digamos que si hay algo que no conocemos podremos ser engañados en ese campo. Quien miente aprovecha esa ignorancia, o aprovecha que simulamos ignorarlo. La comunicación, tan bien posicionada por nuestros días, quedaría destruida bajo la consideración de que quienes se comunican son, ante todo, honestos. Quien sabe que miente no puede ser honesto en la comunicación, por lo que la honestidad entre quienes mienten y sostienen el engaño no puede crear comunicación auténtica con los consumidores.
Sería sencillo argumentar que hay engaños que el consumidor acepta, pero esta afirmación tampoco nos devuelve la idea de una buena comunicación. Quienes mienten y quienes aceptan ser engañados no pueden comunicarse honestamente. Más bien, no pueden comunicarse. Si entre quienes hacen y quienes consumen no hay comunicación, solo queda el producto como un intermediador social librado a las interpretaciones engañosas que puedan crearse alrededor de las mentiras. En muchos productos, el esfuerzo por engañar es mayor que el esfuerzo por producirlo. Bastaría el ejemplo de Coca Cola.
La mentira es necesaria porque lo que consumimos se parece a algo que no es. Y que no lo sea es debido a que conviene a alguien. Si esa conveniencia pudiera ser compartida no habría necesidad de mentir. Por lo tanto, hay que asumir que la conveniencia solamente beneficia a quienes producen. En esta relación, unos tienen más poder que otros. La famosa “competencia”, como concepto que se supone asegura la mejora de los productos para nuestro bien, suele terminar en una especie de espectacularización de los mercados, y los que ganan o pierden se convierten en jugadores de un juego que también está televisado y narrado. Nos mienten para seguir jugando, y mientras sigan jugando seguirán ganando.
En la confusión mediática actual con la impronta que bien describe Vattimo, Baudrillard acertó: asesinamos a la realidad.
La mirada tecnológica
Que los productos que consumimos sean intermediadores sociales puede resultar evidente para algunos profesionales de la comunicación, para los semiólogos, e incluso para algunos sociólogos. Sin embargo no resulta tan evidente cuando se explora el campo tecnológico. No es una idea que surja fácilmente de un ingeniero, un analista en sistemas, un diseñador industrial y hasta puede resultar difícil para un arquitecto.
Es posible comparar el proceso productivo artesanal en la confección de un jamón y compararlo con un jamón, real o simulado, que obtenemos a través de superficies comerciales, producidos en la industria y que llegan allí a través de diversos sistemas logísticos. Para una TV 4K no tendríamos posibilidad de encontrar vecinos o amigos que hayan podido producirlo en su casa. Desde este punto podríamos iniciar un camino que nos llevaría a pensar que hay productos que no pueden existir fuera de la industria y otros que sí. Esto es cierto en el caso de un jamón real, pero no es cierto si se considera el ejemplo con un jamón simulado. Un jamón simulado requiere tanto de la industria como una TV 4K, ambos son productos industriales. Paradógicamente, el jamón premium es el que puede estar originado en cualquiera de los dos ámbitos.
La intermediación social comienza a tomar forma al considerar que los productos son un “algo” que tiene una historia, y que tiene un uso o un consumo. Es decir que la existencia misma del producto es un modo de conectar ambas situaciones, unos que lo diseñaron y lo produjeron y otros que lo utilizan o consumen. La forma del producto no es casual, ni espontánea: todo producto es como es porque quienes lo hacen tienen el objetivo de hacerlo así, e incluso toman todas las decisiones en cuanto al cómo, a los procesos y procedimientos, que resulta en el producto tal como es. Los productos, entonces, conectan a los actores que se encuentran en una situación y en la otra.
La idea de que cualquier producto puede discutirse exclusivamente desde la dimensión técnica resulta casi natural en el imaginario colectivo. Nos han convencido, desde la escuela temprana, de que las tecnologías son solo tecnologías y que no hay ningún otro aspecto que pueda dominarlas y encauzarlas. En el ambiente académico esto se discute en términos de autonomía (la tecnología avanza por sí misma) y de su neutralidad (la valoración que podemos hacer sobre ella depende exclusivamente de cómo la utilicemos).
Sin embargo, hemos notado que ante la posibilidad de identificar intereses y acciones por parte de quienes producen hay alguna evidencia de que pueden encauzarse hacia sus intereses, y además podemos valorarlas ya no según la agenda que ellos plantean sino más bien desde el esfuerzo que podamos hacer para mirarlas con mayor atención que la habitual.
Esta conexión entre los actores que hacen y usan es compleja, dado que en principio los consumidores no suelen involucrarse con los que hacen en términos específicos del producto, es decir: en aquello que implica su dimensión técnica. Pero el solo hecho de saber que el producto existe da alguna pista sobre alguna conexión, aunque ya no en una dimensión técnica, sino en una dimensión que habilita lenguajes comunes y negociación de valores. Esta dimensión no-técnica, que nos involucra en nuestra ignorancia técnica como consumidores, queda representada por factores de consumo en un sentido más asociado al engaño. Engaño aceptado o ignorado, es engaño fuera de la dimensión técnica, dado que ella es opaca para lo que sabemos como consumidores, pero apta para ser minada con ideas sobre los productos que se supone debemos valorar.
Una dimensión no-técnica de los productos nos pone en igualdad de condiciones frente a los productores, pero paradógicamente es el escenario del engaño. Para comunicar no basta un lenguaje común, y ya sugerimos la idea de que requiere al menos de una actitud honesta. Siendo el escenario del engaño, no puede darse la comunicación, aun existiendo un lenguaje común. Lo que se produce en cambio es un contrato, es el escenario en el que la publicidad intenta que firmemos un acuerdo de paz en medio de un conflicto de intereses, entre lo que realmente queremos como consumidores y lo que quieren que prefiramos quienes producen. Curiosamente en esta dimensión no-técnica es donde se ponen en juego las propiedades técnicas: como no las conocemos, hablamos de ellas asociando valores en la dimensión no-técnica alimentando nuestra situación de ignorancia, mientras se dejan de lado los conflictos por las cuestiones no-técnicas. Dicho de otro modo: nos distraen y engañan de modo aparentemente técnico en el escenario no-técnico, lo que nos quita la posibilidad de ejercer pleno juicio no-técnico. Esta es la otra faceta del engaño.
¿Cuáles son las posibilidades de un consumidor común de evaluar y juzgar por sí mismo cualquier producto desde el punto de vista técnico? La estrategia es que realmente no podamos evaluarlo, y parte de ella es también establecer qué factores técnicos son los que ocuparán el lugar de la dimensión no-técnica. La consecuencia directa es que discutimos cuestiones técnicas que nos resultan ajenas, en un plano no-técnico desplazando a la discusión no-técnica que podría darse en él. Esto constituye uno de los engaños más importantes.
Hablamos de los beneficios como usuarios de la TV 4K en lenguaje vulgar y usualmente con poco rigor técnico para terminar haciendo afirmaciones de corte experiencial, todo en lenguaje técnico. Pero no somos capaces de discutirlo técnicamente, y mientras creemos que lo hacemos no dejamos espacio para preguntarnos si realmente queremos 4K o si estaríamos conformes con otras tecnologías. También la experiencia de consumo vuelve a ser el centro, lo que nos gusta, lo que nos asombra, los que saboreamos, lo que experimentamos. En el jamón y en la TV. Pero lo expresamos en la dimensión no-técnica, porque no podríamos hacerlo en la dimensión técnica. Mientras tengamos experiencias que valoramos positivas, podemos ignorar absolutamente lo técnico. Podemos olvidarnos de la dimensión técnica, de sus implicancias, y de su historia. Ese es el contrato de engaño basado en nuestra ignorancia.
Buscando la nobleza
La madera, el vidrio, el hierro, el barro, el adobe. No parece difícil identificar materiales nobles. Un retablo de madera dorada del barroco se percibe realizado con un material noble, como una escultura de hierro o de mármol. Las ciudades que sobreviven a los siglos cobijando a distintas generaciones que la resignifican para implementar las prácticas culturales adecuadas a cada época son otro ejemplo. Las paredes que aparentan ser sólidas pero que son huecas no van a tener la misma suerte, como no la tendrán otros materiales.
No es la durabilidad, exclusivamente. Hasta pueden engañarnos con el aspecto. Probablemente lo noble en términos sociales, pero integrados completamente con lo tecnológico, se relacione más con desterrar el engaño. Y este es un trabajo conjunto, de quienes consumen y de quienes producen. Dado que en la dimensión técnica no solemos entendernos, aunque sí nos intermediamos, tenemos que posicionarnos en un escenario no-técnico, en la dimensión de los productos en la que podemos discutir de valores, fines y propósitos. En una dimensión que tiene como rasgo predominante a nuestra cultura, donde se juegan los símbolos acerca de lo que creemos que son, o no, las cosas. En una dimensión en la que también estamos integrados hablando de las cosas, y en donde es evidente que el engaño es moneda corriente de la sociedad industrial.
Podemos exigir nobleza desde una dimensión técnica, pero esto requiere que sepamos más para que no podamos ser engañados desde el punto de vista técnico. Pero donde podemos esforzarnos por realizar cambios que nos lleven a un mejor entendimiento, donde podemos exigir la erradicación de la mentira, y donde podemos expresar en su magnitud la intermediación social a partir de los artefactos, es en el plano no-técnico. Quintanilla lo plantea desde un decálogo normativo de lo que llama tecnologías entrañables, Feenberg desde la idea de democratizar lo que denomina “código técnico”, y otros pensadores mantienen una mirada crítica sobre nuestra situación de consumo industrializado. La dimensión no-técnica, cultural, tiene la gran ventaja de modelarse, de ser la sede de aquello que imaginamos, y de ser el lugar donde habitan nuestras aspiraciones.
Si aspiramos a no ser engañados, ni siquiera cuando aceptamos el engaño, será un gran paso para dar forma a un cambio cultural sobre los intermediadores sociales industrializados, los artefactos, las ciudades, las tecnologías en general. Un cambio que puede dar lugar a un mundo rodeado de intermediadores nobles, que dignifican a consumidores y productores. Comunicados y culturalmente satisfechos.
¿Nobleza que se construye?
La dimensión técnica es un límite al constructivismo. Desde la dimensión no-técnica podremos interpretar de diferente manera a cualquier objeto, pero desde la dimensión técnica no. Allí, los artefactos son lo que son y están estructurados como lo están, con las limitaciones de lo factible combinadas con lo que buscamos por fuera de lo técnico. La flexibilidad interpretativa de Bijker y Pinch es seductora para atrapar en su ignorancia a quienes pueden o quieren ser engañados, pero tiene limitaciones cuando se quiere extender dicha flexibilidad a cualquier posibilidad técnica. La interpretación de las cosas no se encuentra en la dimensión técnica, por lo tanto no puede ser normativa en términos técnicos hacia la dimensión técnica. En todo caso, la resignificación y la flexibilidad de nuestras interpretaciones se produce en el conjunto, sin ocuparnos demasiado sobre entender qué sucede en cada una de las dimensiones. Hay deseos que no pueden concretarse técnicamente, y hay deseos que se construyen a partir de posibilidades técnicas.
La nobleza de los productos en términos no-técnicos no iría más allá de esperar a no ser engañado, y en términos técnicos a que encarnen esta esperanza. Aunque en la dimensión técnica se trata también de lo material, de aquello que es noble por no dañarnos, además de no engañarnos, además de disfrutar de texturas que presentan otros atributos clásicos de lo noble. Lo noble no puede construirse desde los deseos, sino desde los materiales erradicando el engaño en la dimensión no-técnica.
Feenberg encontró una forma de integrar estas dimensiones a través de su instrumentalización primaria (lo técnico) y su instrumentalización secundaria (lo no-técnico), que equivale simplificadamente a algo que ya se conocía en la Filosofía de la Técnica cuando desde una escuela de pensamiento completamente distinta diferenciaba entre “fines” y “función”, e incluso desde diversos modelos artefactuales como el de la doble naturaleza de Kroes y Meijers.
Nobleza y engaño
No se trata de ideas revolucionarias, entonces, sino de un llamado a reflexionar el modo en el que asumimos de un modo más o menos pasivo la realidad de ser parte de la sociedad de consumo, en la que justificamos el engaño como un modo legítimo de dinámica mercantil. Un engaño que invade nuestra posibilidad de exploración sobre la dimensión no-técnica de las cosas desviando toda discusión a lenguajes técnicos que parecen legitimarse a sí mismos. El engaño es al final del camino el peor enemigo de cualquier intermediación social. La tecnología es una de estas intermediaciones, pero no queda fuera el Estado, los gobiernos, los medios masivos de comunicación, ni las instituciones educativas. En la relación legítima entre lo técnico y lo no-técnico está lo noble, en la medida que no exista engaño entre los actores que producen y los actores que consumen.
La nobleza es, en este contexto, lo contrario al engaño.
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