No es cualquier despedida. Es el momento de dejar a los muertos, hecho que resulta inapelable y que para los humanos que solemos vivir entre grises nos enfrenta con lo absoluto, con aquello que no presenta muchas interpretaciones.
Es el momento donde reinan, dominan y se imponen, los hechos. El rito fúnebre y toda su simbología asociada a las culturas y creencias se abre paso y comienza el duelo. Muchos expertos pueden explicar en detalle este proceso que sacraliza lugares y fechas.
Esta sacralización es tan potente que es de las pocas cosas que podrían frenar una intervención en territorios santos indígenas o impedir negocios inmobiliarios sobre tumbas.
Una sacralización que no solo muestra el respeto por lo topográfico, sino por el sentido que tiene para una comunidad, como en la Colina de las Cruces en Lituania. Allí no había tumbas sino una manifestación identitaria nacida de la tradición del emplazamiento de cruces en los caminos pero concentradas en un pequeño monte a pocos kilómetros de la ciudad de Siauliai como expresión de resistencia hacia uno de los más sangrientos regímenes totalitarios del S XX. Durante la ocupación soviética todas las libertades fueron abolidas con la pretensión de que el Estado piense, actúe y sienta por los pueblos, pero a pesar de que los tanques barrieron una y otra vez las cruces, los lituanos volvían a plantar las cruces. Cada vez que la expresión de la comunidad fue destruida, la fuerza de la identidad volvió a reconstruirla.
Esa colina ya no es solo una colina. Es lugar de peregrinación (religiosa, cívica y humanitaria), es símbolo de la libertad y de recuerdo de las muertes de un régimen inhumano.
La colina es un lugar, ya no es un espacio sin contenido simbólico como diría Augé. Un espacio donde converge la comunidad, la historia y las relaciones. Un espacio que se convirtió en algo sagrado, donde ubicamos algo absoluto.
La Marcha de las Piedras hacia la Quinta de Olivos y la Plaza de Mayo del día 16 de agosto de 2021 fue un impulso por colocar en forma colectiva el dolor y las despedidas que no tuvieron la materialidad y el territorio de las despedidas. Fue crear un lugar en lo que solemos transitar como un no-lugar. A la vez, un lugar que agrega otro eje simbólico en el mismo espacio.
Hay muchas imágenes de dolor, de llanto y de abrazos entre quienes han revivido un funeral trunco durante este día. Luego, con total actitud cívica, volvimos a casa.
En menos de 24 horas las piedras ya no estaban.
En un acto de mal entendida superioridad y de apropiación simbólica, se llevaron las piedras dentro de la Casa Rosada, a la que no podemos acceder libremente, ni para agregar piedras, ni para volver al espacio definido comunitariamente como lugar de homenaje.
En menos de 24 horas desapareció la evidencia del dolor de varios millares de personas. Quitaron de la vista pública el monumento que construimos. Se apropiaron indebidamente de nuestro dolor, como lo hicieron previamente con nuestras libertades y con los elementos sanitarios que nos deben como gestores de lo público.
La enseñanza de un pueblo fuerte fue la reafirmación de la identidad: frente al avasallamiento soviético se volvieron a colocar cruces. Tal vez sea un buen ejemplo para seguir depositando piedras en la plaza cada vez que sea necesario.