La enfermedad de la lucha simbólica

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Cuando Discepolín anticipó que estamos en el mismo lodo, todos manoseaos, trazó un rasgo fundamental de la posmodernidad, que en Buenos Aires tuvo una recepción “a la porteña”,  tan fuerte que a la fecha muchas instituciones no logran soltarse de sus representantes.

Pero ha pasado algún tiempo y los grandes posmodernos envejecieron anclados a un contexto que cambió. O peor: quedó en evidencia que sus aportes tuvieron sentido para señalar cuestiones de época, pero que los popes del pensamiento están en otra parte.

Dentro de la confusión posmo hay cosas que no consideraron tan confusas, como el lenguaje y la lucha simbólica.

Mientras se milita la determinación del lenguaje para todo se milita también la relativización en función de las percepciones, autopercepciones, y deconstrucciones. Esto conduce a que nombrar y relatar de alguna forma cambia las cosas, cambia los hechos. 

Supongamos que la valiosa flexibilidad interpretativa habilita a eso, y que es parte del motor de algunos cambios. Nada en contra. Lo que parece inaceptable es que esta flexibilidad no encuentre límites. De la mano de este límite cae la autopercepción sin límites, y la deconstrucción sin límites. ¿Límites morales o jurídicos? ¡NO! Límites fácticos.

Arrojar una piedra en una movilización que entroniza alguna forma de autopercepción es una acción que puede estar motivada por algo simbólico, pero la piedra se arroja y golpea independientemente de como la llamemos. ¿Ejemplo tonto?, ¿de poca altura para ir contra la dictadura de la palabra? Para mí es suficiente, pero cambiemos la piedra por cada una de las cosas que conforman un territorio. Más todavía: ¿qué importa cómo denominemos al amanecer y qué sentimos frente a ese fenómeno? Algo ocurre todos los días independientemente de lo que sentimos y de lo que hablamos. Resulta tan evidente, que no estoy a dispuesto a discutirlo. Y claro: independientemente de la etiqueta que se ponga a esta actitud.

Si hay algo que existe independientemente de nuestra percepción y de la forma de la que hablemos de eso, tendremos que aceptar que existen hechos. ¿Con distintas formas de relatarlos? Si, pero hay hechos. Por eso no es posible desbiologizar, ni asumir que somos lenguaje. No en sentido absoluto.

Si esta amalgama entre lenguaje y hechos existe, no tiene sentido negar alguna de las dimensiones. Pero las luchas simbólicas buscan cambiar hechos a partir de la acción simbólica, en un proceso de determinación. Y volvemos circularmente al problema de la determinación.

Si esto quedara en una discusión académica me encantaría participar y discutir, especular sobre las posibilidades de conocer, sobre el sentido de lo real, sobre la construcción de cultura,  etc. Pero no queda ahí y derrama en un aparato de justificación de luchas simbólicas que ocultan los hechos. Curiosamente algunos hablan de cuestiones climáticas apelando a hechos… justo en un campo muy indeterminado.

En Argentina tenemos un ejemplo contundente: la decadencia. Quien la niegue está fuera de toda posibilidad de diálogo, porque, otra vez, los hechos están ahí. Más pobres, infraestructuras menos que aceptables, actividad económica lamentable, educación destrozada, etc.

Estos son los hechos que se ven a lo largo de varias décadas.

En paralelo (en un mundo paralelo) los cultores del lenguaje ensayan explicaciones causales funcionales  al enemigo que quieren atacar. Los antiperonistas encuentran que la culpa es del peronismo. Pero en 7 décadas los gobiernos peronistas pasaron por mil fórmulas diferentes que ocupan todos los espacios entre derecha-izquierda o conservadurismo-progresismo. Los demás gobiernos, lo mismo, con más o menos intensidad de radicalismo, pro, y los ilegítimos gobiernos militares.

Me pregunto cuándo vamos a llegar al límite que imponen los hechos, y de una vez “a las cosas” como nos instó el filósofo español.

Porque esta enferma insistencia con la lucha simbólica solo termina en el hecho de olvidar los hechos, viendo que nada mejoró en muchas décadas. La idea de que la política se trata de ideas termina en esto: solo 1 de cada 10 chicos tiene habilidades para entrar a la universidad. Hechos.

Tal vez el problema no sea solamente la fe en la determinación de hechos desde la palabra, sino también un conjunto de personas que aprovechan ese convencimiento para consolidar poder, y que en décadas generaron estos hechos decadentes lamentables.

Y esa es la llamada clase política, cuyo principal pecado es justamente el nombre: ¿desde cuándo los que deciden sobre lo colectivo son de otra clase?

Sigan dentro de su clase, estupidizados por el palacio, en algún momento los hechos los aplastarán. El detalle es que a todos nosotros nos van a aplastar antes (si no logramos huír).