Como la educación se industrializó hace mucho tiempo, estamos bien temprano, como operarios, aún de noche, en un aula. Como la industrialización deja grietas, nos proponemos discutir. Sí, eso que estaría de moda ahora que desacartonamos al docente con el que interactuamos también en Facebook. Demasiado temprano, pero justo a tiempo para que el horario sea lo suficientemente funcional a los horarios de oficina, y contribuya decididamente a los atascos en el que convergemos con oficinistas y empleados de todo tipo.
Carrera de grado. La primera certificación que habilita al mundo del trabajo, ese que tratamos por todos los medios que llegue cada vez más tarde, como si los niños y adolescentes fueran estúpidos e incapaces de ejercer el arte del “hacer”. Somos muy pocos para que el primer sondeo de prejuicios sea significativo, pero demasiados para que se pueda llevar adelante una discusión bien fundamentada.
De todos modos arrancamos, nos tiramos a la piscina sabiendo que al principio, entre la timidez y el miedo a equivocarse, está vacía. Hay que volver al borde, y arrojarse nuevamente, usualmente un par de veces.
Y aparecen los prejuicios, y los juicios mal formados. Son muchos los temas… demasiados para ordenarlos. Pero hay uno en particular que demuestra, año tras año, grupo por grupo, clase por clase, que la escuela les da los mejores deseos para su futuro sin darse cuenta de haber enraizado un pensamiento mágico difícil de desarmar académicamente.
Hablo de lo virtual. Eso que ya resulta muy natural. Eso que los nativos digitales con los que discuto (año tras año, grupo por grupo, clase por clase), tienen como acompañamiento permanente, ubicuo, familiar,… pero a la vez tan extraño.
Lo virtual. Eso que se fuerza como sinónimo de digital, inmaterial, nube, aire, y muchas veces se propone como antónimo de real. Eso que se transformó en un entorno vital, un espacio de encuentro, de relación, de interacción, de coordinación, y a la vez sede de un animismo que depositan en él como si se tratara de manos mágicas y voluntades invisibles. Ese pensamiento animista lleva a algunos a pensar en términos mágicos también a la radio o a la televisión, y, por supuesto, al wi-fi. Nada de lo que no pueden tener en las manos escapa a la magia.
¿Podemos seguir trabajando bajo estas circunstancias? ¿Realmente deberíamos hacer docencia sobre qué cosa es lo virtual?, o para comenzar por algún lado, ¿lo físico? Si un nativo digital no puede dar cuenta de que las ondas electromagnéticas de la radio y del wi-fi son tan físicas como un trozo de madera, ¿por dónde empezamos? Si un nativo digital no es capaz de entender la relación entre las aplicaciones que utiliza, las plataformas, sistemas operativos, hardware y enlaces de red…. ¿por dónde empezamos?
No quiero volver a la frase de siempre que describe la responsabilidad de la educación básica, simplemente porque me parece que es demasiado evidente. Allí comienza todo, en escuelas que explican cómo usar un paquete de software al estilo Office en lugar de enseñar a programar, capacidad que construye otro tipo de racionalidad diferente a la de las ciencias naturales y las ciencias sociales. Allí están los docentes que no pueden explicar la virtualidad. Allí están. Y siguen estando. Y seguirán estando. Y seguirán enseñando.
Esta catarsis no tiene rumbo, pero tiene fundamento. No se si prefiero que dejen de enseñar en vez de enseñar mal. La formación tecnológica es cosa demasiado seria en una era en la que debemos contar con elementos para entender una época decididamente marcada por la tecnología. Entenderla para hacerla, si hay vocación; para criticarla, si hay mirada acorde; usarla responsablemente para ejercer la autonomía que nos separa del consumo estúpido para convertirnos en sujetos.
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