Los bienes culturales trascienden a su producción, no se justifican exclusivamente por su consumo, ni presentan claridad acerca de su propiedad pública o privada. No es posible describirlos simplemente desde su función, como tampoco es posible juzgar plenamente los procedimientos puestos en juego durante la creación. Dar cuenta de ellos como productor, artista, proveedor, es asumir un rol de diálogo con consumidores, públicos y coautores.
El análisis del flujo de las producciones culturales en las sociedades es multidimensional: hay un mercado en donde estos bienes se transan, hay una representación de hechos y situaciones que forman la manera en la que vemos el mundo, hay vocaciones experimentales y hay vocaciones lúdicas, como también hay intereses y acciones de promoción. Y la multimedia no escapa a la complejidad de otras producciones culturales.
Las industrias culturales tradicionales cuyas producciones podrían ser el cine, el video y la TV, pueden aportar gran experiencia. Del mismo modo ocurre con la música, con el libro, etc. Pero la multimedia exige la descomposición del producto (“terminado”/”encapsulado”): toda posibilidad de combinación libre implica dejar de pensar en cine y TV para pensar en “imagen”, del mismo modo que se deja de pensar en música para pensar en “sonido”. Sólo cuando esto ocurre puede comprenderse a la creación musical o audiovisual como parte de la multimedia.
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