Negacionismo áulico

Martin Parselis negacionismo aulico - Cuidado con la cabeza
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Usualmente no utilizo mucha nomenclatura del campo pedagógico. Posiblemente porque en educación he visto muchos cambios de nomenclatura y pocos efectos que respondan a eso en forma directa.

Hubo otros cambios, como la incorporación de algunos temas que ya no se podían soslayar (como la tecnología con sus detalles de incorporación relativamente exitosa), o como el cambio en el contrato tácito entre estudiantes, profesores y familias, que hoy es claramente distinto comparado con el siglo XX o con el siglo XIX (a pesar de que algunos entusiastas techies sostienen que la escuela es igual).

Pero esta vez tomo “áulico” como esa palabra que, al menos en Argentina, es bastante habitual para referirse a algo que “es del aula” (los diccionarios no parecen estar muy convencidos de ello, aunque eso no me preocupa)

El negacionismo áulico es lo que sigue a la virtualización forzosa inspirada en la pandemia. El verbo “inspirar” en este caso es fuerte, porque lo que una situación inspira en distintas personas es, en principio, también distinto.

Cuando la inspiración toca alguna fibra en quienes tienen la potestad de firmar un decreto todo se vuelve más peligroso, o al menos más sensible. La virtualización forzosa no era la única posibilidad frente a la pandemia, pero ocurrió, en forma más o menos extensa según la jurisdicción (que afortunadamente han sido presionadas por la sociedad para volver a la actividad, como lo relata Baratta).

No es simpático registrar la lista de las equivocaciones que se cometieron en la práctica, ni en las predicciones sobre el futuro pospandémico; aunque sería bueno recordar que docentes y profesores han sufrido una buena dosis de stress (al menos los que nos hicimos cargo de inmediato de seguir enseñando, porque hubo un grupo que no se hizo cargo hasta muchos meses después).

El atajo para continuar con las clases fue la lógica del reemplazo, como advertimos en aquel momento. En dos ciclos lectivos esta lógica, en el mejor de los casos, evolucionó hacia formas mejor integradas con los distintos contextos y entornos de los estudiantes y profesores; pero en otros simplemente se instalaron y solidificaron como reemplazo. En el primer grupo esa virtualización fue un stress que alimentó la necesidad de acción y rediseño. En el segundo caso se lo evoca solo como un período de sufrimiento.

Pero en cualquiera de los casos es interesante observar que las tecnologías que posibilitaron estas diferentes apropiaciones ya estaba instalada, y que era parte de la vida cotidiana de buena parte de la sociedad. La otra parte tuvo serios problemas de continuidad escolar y hoy explican altos niveles de abandono y rendimiento a pesar de que algunos gobiernos e instituciones en distintas medidas han hecho esfuerzos para evitarlo.

La extraña (y por momentos absurda) experiencia del encierro extendido puso de manifiesto las distintas capacidades de profesores y docentes para integrar una tecnología instalada en su actividad diaria, usualmente magras. El negacionismo del día después puso de manifiesto que las instituciones educativas tampoco tienen esa capacidad.

En algunos casos se sostiene que plataformas, aplicaciones, espacios colaborativos, etc. solo tienen sentido cuando hablamos de formación online, porque todo ello puede traducirse en el aula en situación de presencialidad. Se escucha también sobre el modo “privilegiado” que constituye el tet-a-tet (por no decir que es la única forma de enseñar), o que enseñar no depende de las “herramientas” que se utilice.

Todos estos comentarios son típicos de sala de profesores y tienen algo de cierto en cuanto a que compartir tiempo y espacio con los estudiantes habilita a tipos de interacción que son dificultosos online (de hecho tengo muchas clases presenciales que son pura interacción cara a cara). Lo que es más difícil de aceptar es que sea el único modo cuando se piensa que lo online reemplaza a lo offline.

Hace ya décadas que observamos que hay interacciones virtuosas offline y otras que son mejores online; y más aún cuando tenemos interacciones onlife en palabras de Floridi, cuando no podemos separar estos entornos tan fácilmente. Parte de esto puede verse claramente en el espacio Metacátedra en el que participo.

Advertimos esto hace mucho tiempo con Ana María Andrada trabajando en blended-learning, más de 15 años antes de la pandemia. La conectividad y los dispositivos no son de la educación online. Son parte del entorno vital y posibilitadores de acceso a nuevos entornos vitales. ¿Cómo podríamos escindir la actividad educadora de alguno de nuestros entornos vitales?

La educación es en todos ellos, y nuestro trabajo docente es aprender a entrelazarlos con un tejido que de sentido a los objetos que habitan cada uno de los entornos para intentar que se produzca un aprendizaje “significativo” (otra palabra del campo pedagógico constructivista asociada a que es significativo en la medida en la que el conocimiento pueda relacionarse de modo fuerte con conceptos adquiridos previamente).

El negacionismo áulico

Este efecto ha servido como diagnóstico de tres problemas:

  • Festejar la vuelta a las aulas para dejar de utilizar tecnologías habla de que profesores y docentes no hicieron uso significativo de ellas. Es decir: se mantiene un enorme vacío tecnológico conceptual (y operativo) que no les permitió diseñar algo diferente a lo que hacían, fomentando las erróneas analogías entre entornos.
  • La falta de experiencia previa en blended-learning más allá de lo que Andrada llama profe-delivery (A.K.A. Moodle como reemplazo de la fotocopiadora).
  • La inflexibilidad del sistema educativo que genera la invisibilización de los docentes que tuvieron la capacidad superar los dos problemas anteriores. Así, el mensaje de escuelas y universidades fue “volvamos como si no hubiera pasado nada”: negacionismo en toda su plenitud.

Está claro que este último problema puede relativizarse desde la complejidad de la gestión, que convive con la uniformidad de la certificación basada fundamentalmente en la finalización de cursos. Aquí hay más problemas relacionados con las políticas versus las experiencias individuales taylor-made, pero no es tema de este post.

¿Cómo podemos capitalizar las buenas experiencias? En lo inmediato, hay una oferta de formación y actualización en institutos y universidades que vale la pena estudiar. Aun así, probablemente no exista nunca un modo de poner en valor experiencias individuales valiosas que sea compatible con la burocracia. Tal vez, sea parte de esa vivencia docente permanente del esfuerzo anónimo para que esos socios en el aprendizaje hagan algo mejor mañana.